ABUELITA


Para el recuerdo: en una de esas calurosas mañanas de finales del siglo pasado, mi abuela, me recibía de nuevo en su casa, antes de que mis padres salieran a trabajar, con su sonrisa llena de ternura y de amor. Ella, mi abuelita, representaba por esos días su amor en comida por montones, como muchas lo hacían antes de que pesaran tan fuerte los estereotipos y la moda fitness en esta parte del mundo.

Por lo gordo que estuve un tiempo, puedo saber que pasé muchos días en la casa de mis abuelos durante la niñez, probablemente más que en mi propia casa. La norma básica de mi abuelita para la convivencia era sencilla, clara y no tenía lugar a interpretaciones: ¡NO DAÑAR SUS PLANTAS! Podemos estar de acuerdo en que era una regla difícil de cumplir para un niño de 4 o 5 años que tiene un ímpetu propio proveniente de la pasión del futbol, pero con una incapacidad física para direccionar bien el balón. Debo reconocer que aunque aplicó castigos normales para un infractor ocasional, nunca dejé de ver el cariño infinito de mi abuelita representado en sus ojos.

Hoy, mi abuelita se encuentra en una cama de hospital, aferrada a este mundo que sólo le está trayendo malestar y desespero, que la tiene haciendo gestos de dolor y de molestia. Ya no es capaz de saludarme como antes: ¡mí Carlitos! ¡mi´jito! Siempre queriéndome expresar su ternura con particulares diminutivos, que sólo a ella le suenan tan bien. Se está debatiendo entre la vida y la muerte desde hace un par de semanas; no es la primera vez, diría que mi abuelita es experta en combates contra Átropos, sólo con decir que ha salido de dos derrames cerebrales sin ningún rasguño.

A pesar de eso, siento que esta vez es diferente, no abre mucho los ojos y cuando los logro ver, el dolor supera cualquier voluntad por transmitirme cariño. Estoy seguro, que si me reconociera y bajara un poco su molestia física volvería a sentir lo que realmente quiere mostrarme; sé que se desgarraría por hacerme un gesto de ternura; sé que sólo con su mirada, me haría saber que aún se siente triste porque desde que no puede caminar no es capaz de servirme comida y mandarme para casa lleno, pero que yo simplemente le repetiría mil veces que ella me manda lleno de amor siempre que me voy después de verla, que no necesito más.

Mi pesimismo es la fuente para decir que ella no entiende lo que le digo, que mis besos se sienten como una molestia más. No es su culpa, es el tiempo el que se encargó de destruirlo todo. Su cuerpo, su molestia física, oculta su razón y sus emociones, prefiero el recuerdo que tengo de ella que lo que veo hoy, por más egoísta que parezca.

Por estos días me gusta imaginar que irá a un lugar mejor, lleno de colores, flores, animales, comida, que disfrutará de la compañía de su padre, su madre y mi abuelito; que ellos estarán pendientes de ella, que podrá jugar y divertirse, que se podrá sentir libre, que la cuidarán y sentirá su amor en cada palabra. Sé que es un anhelo infantil, un razonamiento sencillo y básico, pero qué más podría desear para ella si cuando yo era niño, convirtió su casa en este lugar utópico para mí.  

Lo único que me queda es desear que cuando llegue a este lugar de mi imaginación, sea recibida de la misma forma que ella lo hacía conmigo, pues estoy seguro que su corazón le hará saber que está entrando al paraíso.

¡Gracias por tanto abuelita!

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